Por Monseñor Gerald F. Kicanas
La pobreza es
una virtud pero también un estado triste de sufrimiento y necesidades.
Cristo nos
llama a ser pobres y dice de sí mismo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves
de los cielos nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. Cristo nos invita a imitarlo,
renunciando a las posesiones terrenales y despojarnos de las cosas que creemos
que necesitamos para adoptar una vida simple. Aunque la pobreza es una virtud
que debe ser adoptada, esta también puede significar vivir en circunstancias
infrahumanas, carentes de las necesidades básicas.
Desde que tomé
el cargo de presidente de la junta de Catholic Relief Services y como obispo de
Tucson, cerca de la frontera entre Arizona y México, he visto de cerca la
pobreza extrema. La falta de comida, agua potable, falta de vivienda y cuidados
de salud, y la falta de oportunidad de proveer sustento para sí mismo y para la
familia es la preocupación y batalla diaria de gente viviendo tan cerca como en
México y tan lejos como Birmania. Esa pobreza existe aún en este país. Tucson,
donde vivo, es la sexta región metropolitana más pobre de los Estados Unidos.
Recientemente
estuve en Mexicali, en el estado de Baja California en México, donde un fuerte
terremoto destruyó numerosas viviendas hace dos años. Familias vivían en casas
improvisadas, rebuscándose día a día para encontrar suficiente comida para
sobrevivir. Nuestra diócesis y la Diócesis de San Diego están construyendo
cinco viviendas para familias desplazadas, eso es apenas una gota en el océano
de familias necesitadas ahí. Durante nuestra visita, las madres suplicaban que
les ayudásemos a reconstruir las vidas de sus familias. La necesidad es intensa
y los recursos son limitados.
Durante una
visita a Haití, un país bello pero extremadamente pobre, vi a gente buscando
comida en basureros, buscando beber agua en ríos contaminados, buscando una
manera de sobrevivir. Rompe el corazón el ver seres humanos forzados a vivir
sin dignidad y en esas situaciones tan desesperantes.
La
gente en Birmania trata de ganarse la vida a duras penas en áreas rurales con
solamente lo básico para sobrevivir.
La pobreza no le puede arrebatar a uno la alegría pero representa una
vida difícil. Me fui impresionado por la bondad y amabilidad de quienes poseen
solo lo básico.
La pobreza
persiste alrededor del mundo aún en este Tercer Milenio, una era moderna cuando
hemos logrado avances tecnológicos y muchas bendiciones. Tristemente la desigualdad
de recursos y de oportunidades caracteriza a nuestra avanzada sociedad.
Como
gente de fe en este Año de la Fe estamos llamados a tener corazones que perciben
donde se necesita el amor y
responden al llamado. Estamos llamados a compartir lo que tenemos, para abogar
en favor de los que tienen necesidades desesperantes. Debemos solidarizarnos
con los pobres del mundo. Debemos darnos cuenta de la orden de Dios de velar por
los más pobres. Debemos tratar de proveer dignidad humana a los olvidados o a
los que no son tomados en cuenta.
Enfrentados
a la pobreza penetrante en nuestro mundo, parece que a algunos no les importa.
Pero no puede ser así para quienes desean ser discípulos de Cristo. Necesitamos
estar conscientes de la necesidad y responder a esta.
Si
acogemos la llamada del Evangelio de ser pobres de espíritu, podremos
considerar lo que tenemos como bendiciones de Dios para compartir y no para acumular.
Entonces nos damos cuenta de que la verdadera felicidad se encuentra en quienes
somos y no en lo que tenemos. Si somos discípulos de Cristo buscando vivir como
el vivió, debemos solidarizarnos con nuestros hermanos y hermanas mas
necesitados.
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El Obispo Gerald F. Kicanas de
Tucson, Arizona, es presidente de Catholic Relief Services.
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